Cuatro por cuatro.
El vecino de enfrente salió y cruzó la calle corriendo en chancletas y con pantalón de fútbol, algo sucio, la verdad. Al principio con miedo al verme a mí desesperada, y después con angustia, cuando vio el cuerpo tirado a mis pies en la vereda de casa. Los auriculares, tirados contra el cordón.
Había salido al oír mis gritos y cuando llegó quedó aturdido porque seguí gritando como una loca:
-¡Llame a alguien, señor, por favor, urgente, que yo no tengo teléfono celular! ¡Este pibe está muy mal! ¡Alguien lo lastimó mucho! Estaba tejiendo, escuché el golpe, me asomé... ¡está como muerto! Vaya a su casa y llame-me desgañité- ¡ambulancia! ¡Policía!
Él intentaba decirme algo, calmarme o preguntarme alguna cosa, pero mis propios alaridos descontrolados me impedían oírlo y me libraron de tener que contestar.
Atravesó de nuevo la calle a la carrera, mientras empezaron a asomarse algunos vecinos más y se escuchó cómo se levantaban algunas persianas. Momento de irse.
Apreté fuerte la bolsa de Carrefour que tenía en la mano. Adentro estaba la mantita a medio tejer y otra bolsa más donde había logrado guardar los guantes y el libro. Caminé para el lado del cementerio, todo lo veloz que mis setenta primaveras me permitían, sin correr. Como lo podría haber hecho cualquier viejita en shock. Increíble cómo la adrenalina te mejora el estado físico.
Anduve por esa cuadra larga del paredón de La Recoleta, frente a los boliches de prostitutas para turistas, hasta llegar a Plaza Francia.
Tiré la bolsa de adentro en el primer container de los grandes y seguí caminando con la del tejido. Di unas vueltas antes de volver a casa. Entré tratando de no mirar al patrullero ni a la ambulancia. Ya iban a venir a tocarme el timbre.
Me había acostumbrado a dormir poco por la noche hacía ya varios años. Primero por insomnio, hasta que por consejo de la profesora de yoga, decidí permanecer despierta voluntariamente y dormir por las mañanas. Pasé de ser una vieja insomne e infeliz a ser una señora noctámbula. Vaya a saber porqué, cuando empieza a salir el sol concilio el sueño con facilidad. Comencé a levantarme después del mediodía, cuando el almuerzo estaba ya casi preparado.
De noche aprovechaba a dejar organizadas las cosas para el día siguiente: la lista de compras y el menú para el almuerzo. Nené hacía tiempo ya que tenía las llaves. Entraba a la mañana cerca de las nueve, hacía las compras, limpiaba lo poco que quedaba del día anterior. Estaba más feliz que yo con mi hibernación matinal; se movía por la casa a sus anchas, como si fuera de ella. Siempre cocinó bien, hablaba poco, no faltaba nunca y aceptaba los aumentos que le daba según lo que anunciaba el sindicato de las del servicio doméstico. El departamento es grande pero estaba siempre en orden, así que no es que tenía demasiado para hacer. Pasaba el trapo por acá y por allá. Cuando se aburría ponía la radio y le daba con la franela a los libros mientras miraba por la ventana.
Dos bibliotecas había en la casa: una con mis libros, casi todas novelas de las de antes, Dostoievsky, Gogol, Mujica Láinez, más las que así como se ponían de moda, mis amigas me regalaban en cada cumpleaños. La otra biblioteca era más vieja y estaba en el que había sido el estudio de José, junto a la puerta ventana del balcón. Contenía los libros de derecho, una enorme colección de "La Ley" con más de veinticinco tomos gruesísimos encuadernados por año, que nunca tiré porque daban al ambiente una imagen señorial. Muchos estantes y ninguna foto. Nené cuando se aburría pasaba horas sacando brillo a "La Ley" mientras miraba el barrio desde el balconcito y escuchaba la radio.
En ese lugar, por las noches me sentaba cerca del balcón a tejer al crochet cuando me cansaba de ver televisión. Tejía mantitas, que donaba a Cáritas luego de la primera misa de cada mes.
Fue durante una sesión de tejido, que escuché por primera vez el ruido en la vereda. Era un sonido suave con ritmo regular y de timbre metálico: un clap, clapclapclap, clapclapclap y así durante un rato largo. Hacía frío y no quise salir a mirar hasta que la noche siguiente a la misma hora, tipo dos de la mañana, empezó el ruidito de nuevo. Ahí se impuso la curiosidad, me emponché y miré desde el balcón.
Primero no vi nada. Tuve que estirarme hasta pasar el cuello por sobre la baranda para descubrirlo. Desde arriba le veía solo la capucha negra del buzo, y un poco asomado el pie izquierdo dándole a la tapita de Obras Sanitarias- ya sé que es una antigüedad pero conozco esa tapita y dice "O.S.N."- al ritmo del clapclapclap. Tocaba como en 4/4 dejando un silencio de negra. Volvió a sonar casi todas las noches.
Una mañana al salir, lo intenté. El clap se producía al soltar la tapita luego de levantarla presionando una punta con el pie. No era tan fácil lograr el ritmo, había que sacar el pie un tiempito antes de que suene. Lo iba logrando cuando me descubrió el portero. A pesar del papelón, me fui mirándolo con el desprecio con que mirás al que tenés al lado cuando querés dejar en claro que no fue a vos a quien se le escapó la flatulencia en el ascensor.
El sonidito me quedó grabado en la cabeza. Descubrí ese ritmo luego en la calle, saliendo de esos autos que los jóvenes con aspecto de carnicero con plata arreglan para correr más, los dejan bajitos, metalizados y con ruido a estar acelerando aunque estén parados en el semáforo. Esos que escuchan en el auto la música fortísima, a veces con ritmo a lavarropas tipo pun chi pun chi, y otras con un compás como el clap, clapclapclap de mi vereda.
No todas las noches venía "capuchita" a hacer su concierto de tapita abajo de casa. Evitaba venir los fines de semana, que había mucho más movimiento.
Se instalaba a eso de la una y de a ratos golpeteaba. A veces se movía suavemente al ritmo, casi que bailaba. Una noche, lo pesqué sacándose la capucha- pelo morocho bien autóctono-y vi sus auriculares amarillo y negros.
Las primeras veces lo espiaba un ratito y volvía a entrar. Más tarde empecé a quedarme más tiempo como obsesionada, tratando de enterarme cuál era la actividad que venía a desarrollar el joven en los bajos de mi hogar, amén de su música primaria. Además el mirarlo desde arriba me producía una tentación que me traía recuerdos secretos de la infancia.
Fui hija única. Me bautizaron Eulalia, pero desde siempre soy Lala. Vivía con mis padres en mi actual departamento durante todo el año lectivo. Nos mudábamos a la casa quinta de San Isidro para pasar el verano. Allí quedaba sola tardes enteras vagando por el jardín, fuera de la vista de los mayores. Era una niña muy educada, tocaba el piano, me ponían vestiditos muy mononos, hablaba siempre con propiedad y me aburría como un hongo. Nadie se enteró nunca que me dedicaba a encontrar caminitos de hormigas para ahogarlas a escupida limpia. Fui perfeccionando la técnica y la puntería. Descubrí también que entre tantos bichos que morían inundados había algunos más grandes que siempre lograban nadar hasta la orilla. Eran los que bauticé Weissmullers. Después de un enfriamiento con su posterior resfrío, descubrí que había adquirido la capacidad de producir unos escupitajos mucho más espesos y dada la consistencia, bastante mejores a la hora de apuntar. No había Weissmuller que lograse sobrevivir a esos verdaderos Tsunamis viscosos y asesinos, que parecían un gotarrón gigante de arenas movedizas. Venían además precedidos de un" JJJJJ" cuya sonoridad era poco acorde a una niñita de mi alcurnia y educación.
Estaba muy tentada de escupir a " Capucha". Lo veía tan fácil de embocar, tan difícil errarle si la noche no era ventosa...
Incluso practiqué varias veces, con distinta suerte, durante el día. Intenté apuntarle a la tapita. El primer problema era mi vista: la tapa se veía, pero no era posible distinguir adónde había ido a parar el disparo. La primera tarde que lo intenté tuve que salir corriendo a llamar el ascensor y salir disimuladamente a la vereda, para llevarme una decepción enorme: no había ningún rastro líquido. El sol secaba mi producción bucal antes de que yo llegase a verla, más aún si el proyectil fue certero, pensé, ya que la tapa de metal se calentaba mucho más que las baldosas que la rodeaban. Esperé tardes nubladas y pude ver que le erraba por menos de un metro, lo que no estaba mal, mejorando mucho la performance la vez que estuve acatarrada.
La verdad es que nunca llegué a escupirlo, pero la fantasía me entretuvo unos cuantos días, dato no menor para una jubilada solitaria, y me llevó a seguir espiándolo por las noches.
Cuando José y yo nos casamos, mis padres ya habían decidido irse a vivir a San Isidro así que nos quedamos con el departamento de Recoleta. Abandoné el profesorado de piano antes de la boda.
José era un abogado muy tenaz en sus casos y en sus estudios, con gran capacidad de aprovechar sus contactos políticos. Puesto a charlar tenía un discurso bastante idealista en cuanto al cumplimiento de la ley pero muy realista en cuanto a la sanción de las leyes. Había que lograr dictar leyes lo suficientemente “convenientes” como para después poder pelear tranquilos por su completo cumplimiento. El poder debía actuar antes, decía, dictando las leyes correctas. Él, entonces, podía luchar a brazo partido para que la Ley se cumpliera a rajatabla. "Sobre el delincuente debe caer el peso de la Ley sin contemplaciones", decía en uno de sus lugares comunes más frecuentes. El concepto de “delincuente” se volvía bastante más resbaloso cuando el acusado era alguno de sus amigos y le tocaba a él ejercer la defensa de sus chanchullos. De todas maneras fue un buen hombre, buen padre de familia y un marido respetuoso y casi cariñoso mientras no me excediera en mis opiniones. Siempre fui muy ácida a la hora de opinar y ejercía de palabra una crítica social audaz, áspera e irónica. José decía que yo hablaba así sobre todo para molestarlo, y que era muy fácil criticar el orden social desde una posición burguesa tan cómoda como la mía. Reconozco que muchas veces hasta parafraseé a Perón para hacerlo cabrear.
Falleció de muerte súbita, un ataque al corazón hace más de veinte años, cuando Antoñito, nuestro hijo, entraba en la adolescencia.
La maternidad no era lo mío, y no fue fácil con Antoñito. Creció medio a la que te criaste y con más acceso al dinero de lo que hubiera debido. Empezó a tener problemas que traté de no ver hasta que fue imposible negarlos. Tuve que acudir a colegas amigos de José que lo sacaron de algún apuro policial con más desprecio que pena.
Mi muchacho tenía serios problemas con las drogas, con los médicos, con la policía y conmigo. Cuando se mudó a un descampado en Córdoba logró escapar de los tres últimos. Creo que ahora vive en Holanda y espero que esté sano. No había vuelto a pensar en él hasta que empezó esta historia del ruidito en la vereda.
Volviendo a mis noches de vigilia, fui descubriendo algunas cosas en el encapuchado que no me gustaron, además de sus preferencias musicales. El pibe pasaba entre la una y las cinco y media de la madrugada en la vereda. Cada tanto se le acercaba algún auto o algún adolescente conversaban un momento y les entregaba unos paquetitos que no lograba yo ver bien desde arriba pero que no me costaba imaginar. Las noches de angustia que habré pasado años atrás imaginando impotente a Antoñito comprando o vendiendo esa porquería…
Llamativamente, estas transacciones que yo veía tan claramente desde el balcón no parecían llamar la atención del policía que pasaba cada hora y media, ni del patrullero que se pegaba una vuelta a cada rato como de camino a los cabarets de Larrea.
A esta altura ya estaba, además, bastante harta del clapclapclap nocturno que no me dejaba tejer ni olvidar tranquila.
Siempre fui una obsesiva del orden, por eso me puse tan nerviosa cuando estuve más de media hora buscando la cinta de embalar. Tuve que dejar de buscar un rato, tomarme un té para tranquilizarme y recién después la encontré con las cosas que había dejado el pintor un par de meses antes. Había detalles que decidir, así que me tomé un rato más.
Vacié el estante de la vieja biblioteca, lo limpié y volví a dejar en orden todos los tomos, menos el primero. Era más difícil notar la falta del primero o del último que de los del medio. Era jueves y al día siguiente era el franco de Nené.
Trabajé con guantes. Le di varias vueltas al libro con la cinta para evitar que se abriera con el viento. En la bolsa de Carrefour puse la mantita a medio tejer y también una segunda bolsa, vacía.
A la una y cuarto empezó el clapclap. Tejí un rato más. Salí al balcón, me asomé para confirmar que la calle estuviese quieta y "Clapito" en su puesto y solo.
Un viejo chiste decía que la gente de Recoleta era tan indiferente que si algún día caía en el barrio una bomba atómica, iba a rebotar. Estaba por verse.
Busqué el libro, escuché el clapeo; apuntar fue fácil, tenía todo bien medido.
El ruido fue más apagado de lo que había supuesto, y no hubo ningún grito.
El peso de La Ley, pensé, es inexorable.